viernes, 5 de agosto de 2022

La Iglesia, fuente de la identidad del hombre y del mundo



El mundo ha sido creado para llegar a ser Iglesia.
 S.E. Rvdma. Amfilohije Radovic. Metropolita de Montenegro. Patriarcado de Serbia (Conferencia pronunciada por Vladika Amfilohije Radovic, con motivo de la concesión del Doctorado Honoris Causa por el Instituto de Teología Ortodoxa San Sergio de París el 12 de febrero de 2012) 

Su Eminencia, Sus Excelencias Embajador de Montenegro, Embajador de Serbia, amigos, queridos profesores, queridos padres, hermanos y hermanas. 

En primer lugar, permitidme dar gracias al Consejo de profesores del Instituto San Sergio por otorgarme esta distinción de Doctor Honoris Causa. Para mí es un gran honor ya que el Instituto está profundamente enraizado en mi psique-alma, así como sus estudiantes y sus profesores. Muchas gracias al Consejo de profesores que me han hecho este honor tan distinguido. 

 En segundo lugar, querría pronunciar algunas palabras, algunas ideas sobre el tema la Iglesia, fuente de la identidad del hombre y del mundo, y el tema el mundo ha sido creado para ser Iglesia. Según la enseñanza, en torno a Cristo, El Logos increado eterno de Dios por quien todo ha sido hecho, y que por su Encarnación, su Metamorfosis, su Crucifixión y su Resurrección se ha hecho uno de nosotros, la Iglesia es la identidad misma del mundo y del hombre. Esto significa que la Iglesia es precisamente el fundamento y la firme seguridad de las cosas que esperamos, lo que está fijado, que es siempre igual y siempre nuevo en el mundo, en el hombre. 

En el tiempo de la historia, la Iglesia es la levadura de la eternidad; en la eternidad, la Iglesia es el reinado de la Realeza increada celeste; el ésjaton es la medida, el criterio y la plenitud de su existencia y de su camino histórico. No es pues fortuito que el Apóstol de las naciones, el Apóstol Pablo, llame a la Iglesia columna y fundamento de la verdad. En torno a la Iglesia como columna y fundamento de la verdad, se reúnen el espacio y el tiempo, y todo lo que se ha producido, se produce y se producirá en ellos. Por la Iglesia, todo lo que es cambiante y efímero por naturaleza recibe el verdadero sentido y la fuerza de lo inmutable. El mundo no ha sido creado para sí mismo, ha sido creado para llegar a ser Iglesia, de la misma manera que el hombre ha sido creado como dios-hombre potencial. Es a causa de este don, por lo que san Gregorio de Nisa afirma de manera clarividente que la creación del mundo es la creación de la Iglesia. 

La Iglesia como taller de vida está tejida en la naturaleza de la creación y del ser, la Iglesia alimenta a toda la creación, y en primer lugar al hombre como corona de la misma, por medio del pan de vida que desciende del cielo, según el Apóstol Juan: Y todo hombre que come de este pan no morirá sino que vivirá eternamente. ¿Qué significa esto? Significa que el mundo, la creación en su integralidad, sin el Logos de Dios, sin el Θεάνθρωπος zeánzropos Dios-hombre, no tiene ni puede tener su verdadera identidad. La comunión con el Logos increado de Dios y la posibilidad de esta comunión se encuentran en la naturaleza del mundo y en la del hombre. De la misma manera que sin el Logos y sin la comunión con Él como eternamente otro no hay ni puede haber plenitud del ser ni de la existencia, el ser sin comunión con Él y con los otros seres no puede tener verdadera identidad. 

No es casualidad que san Cipriano de Cartago, en la iglesia primitiva que vivía la existencia de la comunión como el único principio de existencia, dijera: Unus christianus, nullus christianus. Lo que quiere decir que el cristiano aislado y sin comunión con los otros cristianos no puede ser cristiano. La Iglesia es la superación del principio individual de la existencia por la vida de la comunión; esto es lo que con toda propiedad se llama existencia personificada, es decir existencia en la comunión. Por comunión no debe entenderse únicamente la simple existencia de la sociedad, de la comunidad social – el hombre es un ser social – sino que la sociedad histórica y la sociabilidad humana tienen sentido y son dignas de respeto sólo si esta sociabilidad del hombre sugiere la sociabilidad en el plano de la eternidad, en el plano del reinado de la Realeza increada de Dios.

La comunión de la Iglesia no es lo mismo que la sociedad biológica, por más que aquélla contenga y preserve en si misma este nivel biológico de la existencia humana. La comunión de la Iglesia no puede identificarse tampoco con la sociedad socio-psicológica humana, por más que contenga y preserve en si misma ese nivel socio-psicológico de la existencia humana. La Iglesia, como comunión divino-humana contiene y guarda todo eso en ella, pero le da un nuevo contenido y un nuevo sentido, le aporta un nuevo dinamismo en el Espíritu Santo, le da un nivel nuevo y eterno de existencia. 

El dinamismo del principio biológico y socio-psicológico de la existencia, sin la novedad eterna del dinamismo del Espíritu Santo, no es en definitiva más que un dinamismo trágico, un salto en el vacío, un trasegar con el arado en el vacío. La medida de ese dinamismo, de la progresión y del crecimiento según el Dios-hombre y según el Espíritu Santo es infinita e ilimitada. Cuando Jesús Cristo ha dicho que “Yo he hecho todas las cosas nuevas” no es cuestión de una simple afirmación filosófica ni de una metáfora poética, es la verdad de base, la verdad fundamental de la vida. Precisamente porque es la verdad fundamental de la Iglesia, Cristo no deroga la Ley ni los Profetas, es decir que no suprime ni amenaza las leyes de la naturaleza, de la creación, de la sociedad natural, de la misma manera que no deroga la Ley del Antiguo Testamento, sino que conservándolo todo, Jesús Cristo da cumplimiento y plenitud a todas las cosas, dando todas las posibilidades de crecer hasta el estado del hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo, la cual, como hemos dicho, es infinita y perfecta. A la luz de esta novedad y de este dinamismo, la historia de la Iglesia hasta nuestros días no es más que el comienzo de su manifestación y su encarnación en la vida del mundo y del hombre, es decir, en la vida de la humanidad. Esto quiere decir que la historia de la Iglesia es como consecuencia la historia del mundo y del hombre, que su progreso, su crecimiento no están al final sino al inicio. 

La historia de la fe milenaria de la Iglesia no es más que el comienzo de su hacer divino-humano y de su presencia eficaz en la vida de la humanidad. Respecto a esa perfección de la que la Iglesia es el testimonio y a la cual llama a los hombres y a los pueblos, ella misma es por siempre la levadura derramada en la pasta del mundo y del hombre. La plenitud de su verdad y de su vida no se ha realizado, hasta el momento presente, más que para un reducido número de hombres santos de Dios, e incluso en ellos no es más que un anticipo de lo que ha preparado para los que ama. La plenitud de la vida en general y también de la vida de la Iglesia, la plenitud de la comunión con Dios y también con la creación divina, no se realiza completamente en la historia, sino sólo de manera parcial y anticipada. Esta plenitud no se realiza más que en la metahistoria, en el ésjaton. Y se saborea de manera anticipada en la comunión histórica de la Iglesia por los santos Misterios y las santas virtudes, y, sobre todo, en la Santa Eucaristía, en la comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

 El ésjaton se revela a los hombres de manera escondida como el estado final del mundo en el más allá; el ésjaton permanece un desafío constante para el hombre, y le llama a una perfección cada vez más profunda. Según la imagen veterotestamentaria, el ésjaton se renueva como el águila, como la juventud eterna pero nunca nueva del mundo y del hombre. Renovación y novedad eterna en la naturaleza de todo lo que existe, en la creación entera, porque por la Encarnación, la Metamorfosis, la Crucifixión y la Resurrección de Cristo, aquello que es lo único nuevo bajo el sol se ha derramado una vez por todas en la creación. Lo único nuevo bajo el sol es el Dios-hombre y, por Él, el poder eternamente renovador y vivificante, la luz increada, la energía increada de la divinidad Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En este enraizamiento y este concepto dinámico de la historia del mundo y del hombre y, por tanto, de la Iglesia, lo sólo esencial es Cristo, que es la plenitud. Él es la omega, el fin de todas las cosas, al tiempo que es el comienzo de todo, lo que significa que es simultáneamente la identidad de todo lo que existe; que todo lo que es se encuentra en la Persona del Θεάνθρωπος (zeánzropos) Dios-hombre, Cristo, en la comunión de personas a imagen de Dios con el Dios-hombre, Cristo, en la apocálipsis-revelación y la comunión personificada con Dios-hombre, Cristo. Y la Iglesia como organismo divino-humano está llamada a realizar, según las palabras de san Gregorio el Sinaíta, el estado divino-humano del Hijo en la vida del mundo y del hombre. Como tal, la Iglesia es el misterio de Cristo y simultáneamente el sacramentum mundi, el misterio santo del mundo, la Iglesia como vida del hombre y del mundo. 

La cuestión de la Iglesia y de la identidad del hombre y del mundo se plantea aún a la luz de la cuestión siguiente: la identidad del hombre y del mundo, ¿constituyen una categoría cambiante o inmutable? La identidad del hombre y del mundo se revela tanto en el principio de su devenir como en el principio de su existencia. El hombre y el mundo han sido creados al principio por Dios como muy buenos, pero también como destinados y llamados, en libre sinergía con Dios, a crecer hasta la perfección. El hombre y el mundo por ellos mismos no pueden existir de manera perfecta. 

La imperfección del mundo respecto a su existencia es la causa del carácter cambiante del mundo y del hombre. Esta inestabilidad está incorporada en la naturaleza misma del mundo y del hombre como precondición y posibilidad de una progresión hacia lo mejor, es decir, de su crecimiento y su perfección. Ante el hombre y ante el mundo se alza la llamada de Cristo inscrita en su propia naturaleza como posibilidad: Sed perfectos como vuestro Padre celeste es perfecto. La Santísima Trinidad, el Dios vivo que se ha revelado al mundo y al hombre en Cristo, Dios-hombre Θεάνθρωπος (zeánzropos), como comunión absolutamente perfecta de Personas perfectas, es el fundamento y la meta final de la vida del hombre y de la comunidad humana, así como de cualquier comunidad en el mundo. Por ello el hombre y la sociedad humana tal como la calidad del cambio en nosotros, dependen de la orientación y la relación respecto al Θεάνθρωπος (zeánzropos) Dios-hombre, Cristo, en quien habita toda la plenitud de la divinidad, es decir que depende de la relación existencial con Cristo. 

Sin embargo el hombre, el mundo, pueden subsistir a pesar de la imperfección de la naturaleza. Esa subsistencia a pesar de la imperfección de la naturaleza, o al menos la orientación de esa inestabilidad del hombre y del mundo hacia lo peor, constituyen otra posibilidad del hombre y del mundo. De este modo el hombre y el mundo, el ser creado para la vida eterna y la comunión con Dios, por este movimiento y esta orientación hacia lo peor, se transforman según palabras del célebre filósofo Martín Heidegger en ser para la muerte (Sein für Tod). En este caso, no es resultado de la imperfección del carácter cambiante del mundo y del hombre según la libertad humana. La pecaminosidad, la orientación hacia el mal es la corrupción del hombre y del mundo. Por el uso abusivo del dinamismo dado por Dios, el hombre y la sociedad humana en lugar de identificarse y perfeccionarse, se disgrega, se destruye, se oscurece y se convierte en un sinsentido perdiendo la verdadera identidad. 

Tal como dice la enseñanza de los doce Apóstoles, hay dos caminos por los que va el mundo y la humanidad: el camino de la vida y el camino de la muerte. No hay un tercero. El camino de la vida es el camino de la agapi-amor a Dios increado creador y de la agapi como a uno mismo y al prójimo a la imagen de Dios. El camino de la vida es el camino de la Iglesia de Cristo, el camino de la verdadera identidad del hombre y del mundo en la Iglesia como Cuerpo de Cristo. 

 La Iglesia no es de este mundo, es decir, de este mundo caído, de este mundo malo, de este mundo que yace en poder del mal, que ha perdido su verdadera identidad. Sin embargo la Iglesia está, al mismo tiempo, en el mundo como la levadura divina de la nueva comunidad, de la nueva sociedad que se perfecciona sin cesar en la comunión con Dios, creciendo hacia la perfección, iluminando el mundo y, desde su interior, la Iglesia le revela su verdadera identidad. Le revela con su presencia y su testimonio lo que el mundo es momentáneamente y lo que debería ser. 

La Iglesia no existe para ella misma. Según el modelo de su Señor y jefe eterno, la Iglesia está en el mundo para servir y dar su vida en rescate por la multitud, para la vida del mundo. Cualquier alienación de la Iglesia respecto a la vida del hombre, a la sociedad, a sus problemas, significaría y significa su alienación respecto a ella misma, a su propia identidad, a su sentido y a su misión en el mundo y en la historia de la humanidad. Finalizaremos esta corta reflexión sobre la Iglesia y la identidad del hombre y del mundo con las palabras de la célebre plegaria sacerdotal que contiene todo y que Cristo pronunció en vistas de su pasión, de su sacrificio por la vida del mundo: Que todos sean uno como tu Padre eres en mí y como yo soy en ti, a fin que también sean uno en nosotros. Amén








Fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor y Salvador Jesús Cristo

Boletin 226 Año IV Fiesta de La Transfiguración by Pbro. Esteban Díaz on Scribd